Sin Querer Queriendo
… es necesario ligar a esta lucha
con determinados intereses de
la vida cotidiana…
V.I. Lenin.
Por: Gustavo Masso
a) diversión
-Buenas. ¿Está Pedro?
No, está sobrio, me autovacilo mentalmente.
-Sí, que pases y lo esperes.
Entro en la salita y me siento en un sillón que tiene los resortes de fuera. Cuídanos Virgencita dice el cuadro sobre la repisa con una veladora grandota que echa mucho humo. En la mesa encuentro un Memín y me pongo a leerlo. Me cae en gracia el pinche negrito con sus tenis agujerados, aunque a veces es bien mamón.
Cuando estoy más entrado con el cuento, llega Pedro y me da un manotazo en la espalda.
-Ya estuvo mano. Te lo conseguí.
-Qué suave (parece que el cabrón está más entusiasmado que yo). Y cuándo empiezo.
-Pues mañana mismo. Pero ya sabes que hay que llegar tempranito, porque pasando las siete no se vale checar…
-Qué gacho (no voy a poder desvelarme en las pachangas).
-…Y tienes que irte a la peluquería, porque ahí no te dejan andar con greña…
-Ya, pos qué ojetes (cómo friegan con lo del pelo).
-…Ya ves cómo son esos pinches gringos, pero lo bueno es que te dan uniforme dos veces al año y Seguro Social.
Se ve que tiene ganas de animarme…
-…Y hasta están haciendo un campito de futbol.
… pero como nota mi cara seria mejor se calla.
Entonces me levanto y le doy las gracias.
-Ni modo mano, desde mañana a joderse –me dice cuando me despido-. Y no se te olvide ir a pelarte –me grita todavía desde la puerta.
b) conversión
Me voy tratando de recordar aquella onda de la libertad que nos enseñaban en la escuela, pero de todos modos al pasar frente a la peluquería me busco en los bolsillos y saco mis diez últimos pesos, un billete mugroso y arrugado, y entro diciéndoles adiós a las cervecitas de esta noche.
Mientras caen los primeros mechones, pienso en cómo castran a los toros en los ranchos. Aunque cuando el peluquero dice: servido joven y me pone un espejo enfrente, no aguanto la risa: qué pinches orejotas tengo.
Al salir de allí ya es de noche. Quisiera ir con los cuates de la cuadra, pero pensando en la levantada de mañana, mejor me voy a mi casa. Al fin que ya ni traigo dinero.
Paso junto a la barda pintada con tres colores que dice: la permanencia de las instituciones alienta la confianza en el gobierno; y después de voltear a todos lados a ver si no viene alguien, me meo. Ya me andaba. Sintiéndome aliviado, camino con confianza por las calles oscuras: ya estoy en mi territorio. Aunque hay muchos grupitos de chavos en las esquinas, chupando o tronándoselas, todos me conocen y no se meten conmigo. Ya saben que yo también soy de la broza.
Cerca de mi casa encuentro a Susi. De seguro va al pan. Cuando pasa a mi lado, se burla: ¿qué, te agarró la julia?, y sigue sin detenerse meneando mucho las nalgas. No se me ocurre contestarle nada, nomás me paso la mano por el cabello y me quedo sonriendo como idiota mientras la miro alejarse. Qué buena se está poniendo.
Entro en mi casa y mi mamá se asombra de verme ahí tan temprano. Le da gusto que me haya cortado el pelo, pero se alegra todavía más cuando le cuento del trabajo. Le digo que tengo hambre y se mete a la cocina y hasta me prepara los frijoles chinitos que tanto me gustan. No, si esto de volverse un hombre serio tiene sus ventajas.
c) aversión
Lo más cabrón es levantarme. Parece que me acabo de acostar cuanto ya está mi jefa despertándome porque se me hace tarde. Y aunque son más de las seis, todavía ni amanece.
Dejo, sin ganas, la cama calientita y me voy sin desayunar. A esta hora qué hambre voy a tener. Y luego en la calle qué frío hace, y los camiones tan llenos que van. Nunca me hubiera imaginado que anduviera tanta gente en la calle tan temprano. Todos estos años viví en la gloria sin darme cuenta, en la pura güeva.
Por eso llego a la fábrica bien encaputado nomás de pensar en todo lo que acabo de perder. Y yo creo que se me nota, porque cuando Pedro me ve, también se pone serio y no empieza con sus bromas. Me lleva con uno al que le dicen el sobrestante y se va luego a su trabajo. A mí me mandan que al Departamento de Embarques y me dan instrucciones: tengo que ponerles un sello a las cajas que van saliendo por una banda y luego ayudar a cargarlas en los camiones que esperan.
Como al principio me lo tomo con calma y las cajas comienzan a amontonárseme, el dichoso sobrestante no deja de estar fregando, que apúrese joven, que qué pasó con ese camión de la puerta tres, y los compañeros de la cuadrilla empiezan a impacientarse. Así que me tengo que fletar más duro con la cargadera, y total que para la hora de la comida no puedo ni enderezar el lomo.
Suena el silbato y salimos en bola porque nomás nos dan media hora para comer. Casi todos van y se meten en las fonditas que hay alrededor de la fábrica, pero yo no traigo ni un quinto y el méndigo de Pedro no se aparece a invitarme. Lo bueno es que a mi jefecita se le ocurrió echarme mi lonche: una torta con los frijoles de anoche y un plátano.
Mientras como, sentado en la banqueta y sintiendo el dolor en la cintura, me doy cuenta de que no voy a poder aguantar en esta chamba. Nomás de pensar en que tengo que hacer este trabajo ocho horas diarias hasta se me va el hambre. Entonces me decido y preparo un plan: Voy a hacer que me corran.
d) Subversión
Cuando entramos me hago guaje con las cajas más chiquitas y comienzo a rezongar, tratando de que todos me oigan. Algunos compañeros se acercan y me reclaman: ora chavo, no te hagas pendejo que nos van a castigar, pero yo: no, ¡qué pinche trabajo!, que parecemos burros y todo por un mugre sueldo mínimo, y muchos cuates curiosos se acercan a ver qué pasa y yo me empiezo a sugestionar y sigo échele y échele: porque todavía si los dueños fueran mexicanos, pero no, son gringos y hasta se llevan la feria del país, y de repente ya no estoy actuando y soy sincero y me creo lo que estoy diciendo: ¡que nos están jodiendo!, y parece que los demás también, porque las máquinas empiezan a pararse y se hace una bolota de gente a mi alrededor. Y cuando estoy gritando más fuerte y todos apoyan en silencio lo que digo de los ricachones que le están chupando la sangre al pueblo, llega el sobrestante y dice que estoy despedido, que pase a la caja a que me liquiden. Y desde las oficinas, al fondo de la fábrica, alguien bien vestido me mira a través de las cortinas.
En ese momento vuelvo a la realidad y me bajo de la mesa a la que me había subido sin darme cuenta. Y apenas empiezo a caminar rumbo a la salida, cuando se suelta una gritería: ¡que no se vaya, que es un abuso, que no hay derecho!, y entre ellos está Pedro que no grita, nada más me ve con los ojos bien abiertos, como si no entendiera nada. En medio del relajo, el sobrestante sale corriendo asustado hacia la oficina, y por los altavoces se oye que alguien dice: el señor puede quedarse, por favor vuelvan a su trabajo.
Todos gritan y aplauden y me dan palmadas en la espalda. Y mientras me felicitan yo miro el cerro de cajas amontonadas. Qué chinga me pararon.
Gustavo Masso
(El Albañilito Rodríguez, Editorial Universo)
Cuento: Gustavo Masso©
Ilustración: Ignacio Fuentes S. ©