Cuento: La Piel de Lupe, Mi Ciudad

La Piel de Lupe, Mi Ciudad

Por: Ernesto Masso

Resulta que soy un homicida. Involuntario, claro. Nunca imaginé lo que iba a pasar con la Lupe. Ella y yo teníamos años de vivir anudando nuestros cuerpos entre sábanas de lupanar. Lupilla, como le decían, era la gorda del burdel. Y la mejor en el arte de amar.

Jamás olvidaré las noches en las que su voluminoso amor me aplastaba contra el bendito cielo del placer. Su cariño por mí era tal, que hasta aceptaba hacerme trabajos especiales totalmente gratis. A mí, que luego la maté. A la generosa Guadalupe; a la Lupe Lupanar, la mejor puta del mundo. Y lo digo yo, que las conozco a todas.

La noche en que la dispersé, todo parecía normal…

Los nudillos de mis  manos,  que  ya  estaban  acostumbrados a  su  puerta, llamaron de nuevo, ahí, en su madriguera. Toc, toc, toc…

-Yo, amoroso: “Lupita, gordita, mi amor”.

-Ella, enorme: “Pasa por favor queridito, flaquito, bonito”.

¿Cómo se veía ella parada en el quicio de la puerta…? Hermosa.

-Yo, galán: “Lupe… ¿quieres bailar?”.

Mi hermoso traje de pachuco y su apretadísimo corsé se frotaban. Entonces, actuaban sobre mí: su cabellera pelirroja, sus ligas, sus medias, su aroma delicioso de perfume corriente… ah, la puta ideal.

Ella, al bailar,  acomodaba mi cuerpo tan dentro del suyo, que podría parecer que la rolliza ninfa danzaba sola y sensual, entre los reflejos de la noche de Las Vegas a la que pretendía imitar el putañero y barato antro.

Feliz, yo era bailado en sus adentros. Y salí de ella para asirme con fuerza de su corsé, de su misterio. Porque con Lupe podías hacer lo que quisieras, menos quitarle el corsé. ¿Qué ocultaba la sensual envoltura?

El juego amatorio después del baile, comenzó con uno de mis actos circenses que hábilmente ejecutaba sobre su cuerpo: ella quedó bocabajo y las cintas de su faja aparecieron frente a mí, incitantes. Aquella vez, no pude contra la tentación, metiche y travieso, y en medio de un atropellado orgasmo, tiré de las cuerdas prohibidas.

Ahí empezó la muerte de mi Lupe.

Como si hubiera desatado el universo entero, la puta se desparramó.

El volumen de su cuerpo ocupó toda la ruinosa cama. Y no paró ahí, pues por los bordes del colchón empezó a precipitarse su gelatinoso ser hasta alcanzar el piso, y continuó, como una sombra, deslizándose por todo el cuartucho y cubriendo todo a su paso.

-¿Que yo cómo estaba…? Aterrorizado.

Tomé mi pantalón y salí corriendo al pasillo. La mancha rosa me seguía. Huí del inmundo local hasta la calle, mientras volteaba a mirar cómo la piel de la Lupe escurría por el edificio, por los callejones, por los comercios, por las casas. Todo era devorado. Y no había forma de escapar, así que yo también fui acogido esa noche por la Guadalupe. Yo, por segunda vez.

Al  día  siguiente,  la  ciudad  tenía  un  tono  rosado  que  sólo  unos  cuantos notaron.

Mientras tanto, las putas encontraron el esqueleto intacto y limpio sobre la cama.

-Al fin adelgazó la Guadalupe.

Como era inútil buscar explicaciones, decidieron cerrar el expediente y enterraron  la  osamenta  de  Lupilla  en  el  jardín  del  burdel,  a  tan  poca profundidad que, tiempo después, los perros sacaron lo poco que quedaba de ella y la llevaron a pasear por la ciudad.

Sólo algunos hombres la extrañaron, pero nadie hizo preguntas.

¿Y yo…?

Nunca volveré a amar a ninguna mujer que no se desnude totalmente.

Cómo la echo en falta a mi gordita. Aunque sé que está aquí todavía, en la ciudad. Cobijándonos a todos, como antes lo hacía conmigo.

Ayer, en la cantina de todos mis días, alguien decía que los mexicanos, todos, somos guadalupanos. Si, les dije. Me consta. Y quizá todo el mundo lo es.

Salí para ver el sonrosado atardecer y sentir la magnética fragancia de perfume barato que sale de la tierra todas las tardes.

Después regresé a la cantina a emborracharme, como siempre, por la Lupe.

 

 

© Ernesto Masso (Autor)

 

© Ignacio Fuentes (Ilustraciones)

Aarteimagen@gmail,com

 

 

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