La Rosa y el Internet
Por: Ernesto Masso
Por un barrio cercano a La Raza, vive Rosa. Ella se sintió bendecida cuando, cuatro años atrás, conoció a quien hoy es su esposo, pues aparte de ser Elías un hombre gentil y respetuoso, él le dio un techo. Rosa había vivido por años en la calle y ahora ella siente que el pequeño cuarto en el que habitan y por el que pagan 540 pesos a la semana es su hogar, es su castillo. Rosa tiene un hijo de seis años, Juan Carlos, quien antes de la pandemia vivía con su padre, la pareja anterior de Rosa. En el recorrido letal que ha tenido el virus por la ciudad, viaja acompañado de otro microbio también letal: el empobrecimiento cuyo primer síntoma es la pérdida del empleo. Este virus tocó al papá de Juan Carlos quien no pudiendo hacerse cargo del pequeño, lo dejó a las puertas del cuarto de Rosa.
Como el esposo de Rosa es un hombre bueno, recibió con agrado el pequeño y rápidamente la pareja intentó ponerse al día con las necesidades del niño, deseando darle la mejor educación posible. Elías ganaba 300 pesos diarios, pero el virus de los recortes lo alcanzó y su salario se vio reducido a 200 pesos por día. Así que Rosa hoy lava la ropa de los vecinos luchando por equilibrar la balanza. Esta actividad extra la realiza de madrugada pues a las ocho de la mañana sale a la calle con Juan Carlos de la mano deseando tener suerte. Rosa va, todas las mañanas, de cacería: busca una señal de internet. La misión es lograr conectarse con la maestra de su pequeño para que Juan Carlos reciba las tareas del día. Rosa tiene localizadas las antenas que usa el gobierno de la ciudad para proporcionar internet gratuito. Sin embargo, pocas veces logra conectarse y cuando lo logra casi nunca obtiene la velocidad necesaria y la comunicación a través de su viejo teléfono es tan intermitente e incierta como el futuro mismo del pequeño Juan Carlos.
Es cotidiano ver a esta madre y a su hijo sentados en un parque o recargados en un poste ondeando el celular como una red de mariposas que intentase atrapar al vuelo las señales invisibles.
Hace algunos días Rosa dejó por un momento su habitual cacería y tomando a Juan Carlos de la mano se encaminó hacia una esquina pues vio como una pequeña multitud se congregaba en ese lugar. La gente profería insultos y reclamos mirando al cielo. Rosa pensó: yo también tengo muchos reclamos que hacer pues esto está más cerca del infierno que del paraíso. Pero al llegar escuchó: chinga tu madre! baja, cabrón! aquí está el pueblo! dónde dejaste el Jetta? Ante la cara de extrañeza de Rosa alguien le dijo: mire, mire, ahí va el presidente!, y le señaló un helicóptero que se desplazaba a gran velocidad. Juan Carlos se emocionó y aplaudió al ver el enorme artefacto. El estruendo de la nave comenzó a bajar de volumen conforme se alejaba y la gente, aún murmurando improperios, se disgregaba con la misma rapidez con la que se congregaron. Cada quien a resolver lo suyo en esta enorme ciudad sucia y contaminada de alma y cuerpo.
Viendo todo aquello Rosa pensó: qué tontos, hasta se creían que los iba escuchar. Su siguiente pensamiento llevaba una gran envidia: seguro allá arriba sí le llega el internet.
© Ernesto Masso (Autor)
© Ignacio Fuentes (Ilustraciones)
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