Frasquitos con Amoníaco, Invento Magisterial para Enfrentar la Represión en los 80s

En la década de los 80s imperaba el charrismo corporativo y la represión contra disidentes sindicales

A finales de los años 70s y principios de los 80s, nació la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), aunque su azaroso parto costó la vida a por lo menos 72 maestros y el secuestro de otros como Ezequiel Reyes, que para ser liberado requirió del arrojo e ingenio de sus compañeros para infiltrarse en el Desfile del Primero de Mayo de 1982 y exigir justicia frente al balcón de Palacio Nacional; a pesar de los grupos de choque, los disidentes aplicaron una táctica ideada por maestros de química: lanzar a los golpeadores frasquitos de Gerber llenos de amoniaco, la estrategia funcionó y quedó como una reminiscencia que hoy traemos a colación con motivo del Día del Maestro

Por René Juvenal Bejarano Martínez (*)
Especial para Cananea TV

Antes de 1982 teníamos vedado participar en el desfile oficial con motivo de la conmemoración obrera del Primero de Mayo. A los sindicalistas democráticos nos excluían del ceremonial oficial del eufemístico Movimiento Obrero Organizado. La gerontocracia laboral exhibía ante el Presidente de la República su capacidad de control corporativo.

Nadie se atrevía a protestar frente al presidente

Los trabajadores de empresas y de la industria nacional, vestidos con uniformes nuevos, moviendo matracas y ondeando banderines, caminaban dócilmente por las calles del centro histórico de la ciudad hasta llegar a la Plaza de la Constitución; ahí, en el zócalo, en un rito de virtual genuflexión, ante el monarca sexenal, desde la calle frente al balcón presidencial, el Primer Mandatario se dejaba querer y saludaba a los acarreados que cumplían así con sus patrones y sus líderes sindicales corruptos.

La parafernalia del poder se repetía anualmente como parte de los mecanismos de dominación del sistema de partido de Estado. El oficialismo, desde el 22 de septiembre de 1972, había creado a la corriente institucional denominada Vanguardia Revolucionaria (VR), que dirigía el cacique sindical potosino Carlos Jongitud Barrios.

Pero en 1982 la historia fue diferente. En el seno del Sindicato Nacional de los Trabajadores de la Educación (SNTE), que agremiaba entonces a un millón de afiliados, desde diciembre de 1979, en el estado sureño de Chiapas, habíamos formado una corriente disidente a la que decidimos llamar originalmente Coordinadora Nacional de los Trabajadores de la Educación y Organizaciones Democráticas del SNTE (CNTE).

El arduo y doloroso parto de la CNTE

Durante tres años la CNTE avanzó; conquistó la mayoría en la sección 22 de Oaxaca, y las secciones 7 y 40 de Chiapas; y creamos comisiones promotoras en la mayoría de las 32 entidades del país. En junio de 1981, durante las huelgas de ese año, surgió una oleada: la insurgencia magisterial democrática creó los Consejos Centrales de Lucha (CCL) en la Sección 19 de Morelos, en la 15 de Hidalgo, en la 14 de Guerrero y en la 36 del Estado de México.

En el Distrito Federal formamos las Comisiones Promotoras de la Sección Novena correspondiente a los profesores de educación prescolar y primaria y de la Sección Diez -en la cual yo participaba- de mentores de educación secundaria, normal, nocturna, telesecundaria y politécnica.

Los trabajadores de la educación sufríamos la represión sistemática por parte del régimen. Para esa fecha – abril de 1982– ya nos habían asesinado a setenta y dos maestros. Semanas antes los “charros”, como se les conocía a los líderes oficiales, habían secuestrado al profesor Ezequiel Reyes, líder del Valle de México. Consuelo, su esposa, tenazmente, durante muchas asambleas hizo uso de la palabra para recordarnos que no dejáramos en el olvido la demanda de la presentación con vida de Ezequiel. Nos conmovían cada vez más sus palabras en tanto que crecía el temor de que apareciera su cadáver o que nunca más supiéramos de él.

En la víspera de la marcha del Primero de Mayo, al interior de la Comisión Permanente de la CNTE, que era la instancia nacional de dirección colegiada del movimiento, discutimos qué hacer. Una posibilidad era manifestarnos en una marcha independiente que transitara por Paseo de la Reforma, sin llegar al zócalo; la otra alternativa era tratar de infiltrarse en el contingente controlado por la burocracia sindical. Intentaríamos temerariamente lo segundo. Los “vanguardistas” se citaron en la calle Uruguay. Nosotros acordamos congregarnos también ahí, pero en la esquina con Isabel la Católica.

El gobierno del Presidente José López Portillo se enteró de nuestra osadía. No podía enviar para contenernos ni a policías ni a “granaderos” –el cuerpo parapolicial de choque—. Así que enviaron a un nutrido contingente de maestros de educación física que actuarían como golpeadores y nos impedirían pasar. Eran temibles. Corpulentamente grotescos. Su musculatura y obesidad la exhibían amenazantes. Portaban “banderas” que, en realidad, eran garrotes para agredirnos.

Con el temor controlado fuimos llegando. Los integrantes del grupo de choque se burlaban de nosotros. Nos percibían vulnerables. Imaginaban que nos humillarían; golpeados, obligados a huir. Sin embargo, esa vez íbamos mejor preparados: también llevábamos nuestras banderas cuyos mástiles eran maderas torneados como bastones; cuando llegó la hora de avanzar nos colocamos paliacates en la cara (pañuelos grandes con colores y formas garigoleados) mojados con vinagre en la para cubrir nuestra nariz y boca. Llevábamos ocultos frasquitos de alimento para bebé de la marca Gerber –en cuyo interior había amoniaco–.

Antes del contacto físico con los golpeadores les arrojamos –como si fueran granadas de mano– los frascos, de tal manera que recorrieran en el aire una alta parábola y que al caer lo hicieran en el pavimento del bando contrario, haciéndose añicos y despidiendo el amoniaco gasificándose.

Los charros, al principio, se mofaron pensando que los frascos eran proyectiles y sólo los evadieron, pero se desconcertaron al empezar a respirar el amoniaco. Se les nubló la mirada, sentían que se ahogaban, sus ojos empezaron a llorar, tosían y perdieron su formación. Entonces los atacamos. Larga era la cadena de ofensas que nos habían infligido; al ir sobre ellos desahogábamos nuestra indignación. Ahora estaban indefensos. Caían cuando el golpe de los maderos les llegaba a su cabeza, espalda o piernas. Apenas si se podían cubrir.

Los frasquitos de Gerber funcionaron para anular a los golpeadores

A nosotros nos protegía el paliacate mojado en vinagre. Era el antídoto contra el amoniaco. Cuando un alto y fornido golpeador cayó al golpe que le propiné, Jesús Ríos Ponce me impidió que lo siguiera lastimando; quizá le hubiera provocado lesiones graves; tal vez un traumatismo craneoencefálico de consecuencias impredecibles.

Una vez rota la valla humana de contención avanzamos rápidamente. Caminábamos y corríamos. Nos urgía llegar al zócalo. ¡Escuela por escuela, zona por zona, el maestro exige a diario: democracia y más salario! coreábamos. Con la adrenalina hasta el tope dentro de nuestro organismo ya no pudieron contenernos. Al llegar a la calle 20 de Noviembre empezamos a entonar el parafraseado himno chileno de la Unidad Popular de Salvador Allende: “Venceremos, venceremos, mil cadenas se habrán de romper; venceremos, venceremos al charrismo sabremos vencer”.

Llegamos al zócalo, rodeamos la plancha y nos apostamos frente al balcón presidencial. Los quince minutos me parecieron una eternidad. Mientras estuvimos ahí solo gritamos repetidamente lo más fuerte que podíamos: ¡Ezequiel presentación! ¡Ezequiel presentación! ¡Ezequiel presentación!

Y victoriosos nos fuimos. El temor de que nos aprendieran selectivamente era tan grande como fundado. Nos empezábamos a hacer a la idea de ser reprimidos, encarcelados. Pero imagino que desde la cúspide del poder llegó la orden hasta sus sótanos.

A la semana siguiente Ezequiel, maltrecho, muy maltrecho, con serias afectaciones psicológicas apareció con vida. Consuelo, su esposa, no hizo honor a su nombre, nunca se consoló. Su amor le salvó la vida a su pareja. No se resignó. Tuvo temple. Su entereza fue la alegría que iluminaba su semblante. El cálculo gubernamental decidió no perseguirnos para evitar con ello que creciera –ante la opinión pública– el problema. Nunca se detuvo a los secuestradores.

Con el paso del tiempo cada vez que veo un frasquito de Gerber la reminiscencia me hace compañía y agradezco a los maestros de química que idearon tan audaz plan.

(*) Dirigente del Movimiento Nacional por la Esperanza

 

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