La silla voladora

La silla voladora

El pequeño Andrés ha dado una conferencia en su papel de presidente de la nación mexicana. En ella, ha mencionado dos palabras para él extrañas: resiliencia y empatía. Dice que no conocía esas palabras, que no sabía lo que significaban: “en una videoconferencia que tuve con presidentes de otros países las mencionaron, son palabras neoliberales, antes no se usaban…”

Roberto Castro vive en las faldas de la sierra de Hidalgo, en un pueblo pequeño y escondido: San Bartolo Tutotepec. Es un hombre en sus cuarenta años, de rostro enjuto y piel curtida, a quien la comunidad conoce como músico, pues toca el violín y, junto con un hermano y un amigo, forma parte de un grupo que anima las fiestas del pueblo y las ferias patronales. Pero ahora, debido a la pandemia, no hay trabajo para los músicos. Y por ello, usando su desvencijado auto, fue que comenzó a ofrecer en el pueblo el servicio de taxi, con lo cual lograba llevar algo de dinero a casa. Eso hacia hasta que, interceptado por autoridades de tránsito del pueblo, le quitaron el auto por no tener permiso para operar como taxista. Ahora vive de sus exiguos ahorros.

Roberto, por estas fechas, sustituye sus trabajos de ser músico y taxista improvisado con un empleo no remunerado: salva vidas. Cuando comenzó la pandemia se enteró de que había una anciana enferma de coronavirus en lo alto de la sierra y, sin pensarlo dos veces, se aprestó a bajarla pues el sabía que en lo alto de la sierra no hay caminos, por lo que ningún vehículo puede subir. Roberto entonces se ató una silla a la espalda, subió a lo alto de la montaña, sentó ahí a la enferma y, vadeando arroyos, saltando rocas y enlodándose sin miramientos, logró dejar al paciente en la clínica del pueblo. Después de eso, comenzó a recibir mensajes y llamadas de SOS y así fue que aquella tarea pasó a ser parte de su cotidianeidad. Ahora, sin reparos, de día o de noche, realiza la complicada travesía. Las comunidades de la zona le pagan con respeto, admiración y aprecio. Ese es su salario, y Roberto no pide más.

Los viajes de Roberto y su silla cobraron cierta fama en el pueblo y más allá. Aquella historia atrajo la curiosidad de un reportero que se apersonó en el lugar para entrevistar al violinista y escribir acerca de él. El artículo que luego se publicó reproducía las palabras del músico: “las personas que están enfermas no pueden caminar, hay gente que está muy grave y nosotros vemos la forma de cómo traerlos de su casita, y llevarlos hasta donde llega el vehículo. Es lo que siempre me ha gustado hacer: ayudar a la gente”, y añadió: “no te voy a decir que no, a todas las personas nos gusta el dinero, pero yo a los enfermitos no les cobro, vamos al hospital y ya lo que les recete el médico van y lo compran si es que tienen y si no, también veo cómo le hago y los apoyo”. El reportero no disimuló su admiración ante un hombre cuyo único motor es la empatía. Esa palabra que toda la gente de bien conoce y ejerce: la capacidad de entender los sentimientos y emociones ajenos y, en cierta medida, hacerlos propios. Sería difícil encontrar a una persona que no conozca esta palabra y mucho más que no la haya sentido. Aunque, pensándolo bien, de hecho, sí los hay.

En el despacho del máximo palacio de la nación, el pequeño Andrés se sienta en la silla presidencial. Cada vez le parece más grande, quizá, piensa, debería cambiar esa vieja silla por un sillón de oficina, de esos que tienen ruedas. Así, al menos podría moverla un poco. El diminuto hombre se encuentra rumiando, enojado porque aún no le autorizan un nuevo recorte a los servicios de salud (quiere hacer un tren y siente que algunos se empeñan en descarrilar su proyecto). Aún no tengo el poder que quisiera, piensa, mientras un leve sopor se apodera de él y lo hace bostezar, despacio y prolongadamente. Me levanto demasiado temprano, deduce. El presidentito se mueve inquieto buscando acomodo en la enorme silla. De pronto, la silla que, para su percepción, crece día con día, ahora lo atrapa y lo envuelve con su pesada madera. El viejo mueble se ha vuelto definitivamente inamovible, y el hombrecito siente cómo la silla comienza a engullirlo hasta depositarlo en una caverna de vieja y maloliente madera que se encoge cada vez más hasta que, ambos, la silla caverna y el mandatario, se funden con el edificio, y quedan anclados al planeta que parece detenerse. Andrés, impedido de moverse, comienza a convertirse en madera y cemento. Su respiración es pesada pues siente que sólo hay para aspirar polvo de virus, madera y tierra. Sus pulmones no responden más, entonces piensa: mis adversarios me mandaron el coronavirus. El homúnculo matérico se agita aterrado y espasmódicamente trata de desprenderse de su condición inorgánica pero no lo logra. Entonces, el presidente despierta agitado y sudoroso. Se levanta de la silla, se afloja la corbata y toma una bocanada de aire. Unos minutos más tarde ordenaría un sillón de oficina. El hombrecito podría haber pensado que su sueño fue una metáfora, pero no lo hizo porque desconocía esa palabra.

El artículo que contaba la historia de Roberto le dio cierta celebridad, por lo que, tanto él como el pueblo entero pensaron que quizá la divulgación de su historia serviría para que le fuera devuelto su auto y así recuperar su trabajo como taxista pues de la música ni hablar, esa quedará, por un buen tiempo, como un trabajo guardado. Aunque eso no quiere decir que el violín duerma en su estuche. Es común escuchar sus notas haciendo eco por las calles del pueblo. A Roberto le gusta improvisar y lo hace bien, su violín entona dulces e inéditas melodías y sus vecinos, en estos días tristes, agradecen aquel fondo musical.

La historia de este hombre singular no estaría completa si no se mencionara que, además de ser un buen músico, Roberto vuela. Sí, porque quienes han visto descender de la montaña a Roberto, la silla y su ocupante, afirman que no tocan el suelo. Es una silla voladora, cuentan. Y aseguran que aquellos son vuelos rodeados de pájaros y mariposas, de las que la silla imita su zigzagueante estilo. Cuando es de noche o hay niebla, sus acompañantes son un enjambre de luciérnagas, pues ellas le muestran el camino, afirman.

Además, cuentan también que, acompañando al plácido rumor del arroyuelo bajando la ladera y al trino de las aves, hay música. Es el sonido de un violín que, melancólicamente, se esparce entre los árboles de café que abundan en la zona; es el viejo y roto violín de Roberto, agregan, y dicen que sólo suena cuando el hombre y su carga vital descienden por la ladera. Es un sonido a veces triste y a veces alegre, detallan, así sabemos si quien baja logrará vivir o no. Las notas siempre dulces y melódicas resuenan entre los árboles sin importar que el violín esté guardado en su estuche en la casa e Roberto. Es una música que, como un eco, y de forma inexplicable y mágica, trasciende el tiempo y el espacio.

Roberto Castro, el músico, el taxista, sin acaso proponérselo, es ya una leyenda que, como Atlas, se echó el mundo a cuestas y, como Mercurio, voló.

Hay historias que dejan huella. Pasará el tiempo y la enfermedad se irá. Roberto ya no habrá de subir la montaña, pero no dejará de tocar. Tal vez las aves y las mariposas que acompañaron al hombre y a su silla voladora continuarán reuniéndose en su honor y quizá el suave sonido del arroyo sea por siempre acompañado por un rumor, por un eco entre los árboles: las notas nostálgicas y eternas de un viejo y roto violín.

Nes. 24 dic 2020

 

© Cuento: Ernesto Masso (Autor)

© Ignacio Fuentes (Ilustraciones)

Fotos: ©Abraham Reza

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