José Mujica, el ex presidente uruguayo y su digna lucha, ejemplos a seguir
La muerte de Pepe Mujica, el viejo sabio de Uruguay, que gobernó con el corazón, debe ser inspiración para los profesores y una lección no para la memoria sino para el carácter, ese cuaderno invisible que cada día se escribe con actos, porque Mujica, que fue alumno de la pobreza, maestro de la renuncia y sembrador de conciencia, no necesitó palacios para enseñar, ni dinero para conmover. Le bastó ser coherente entre lo que decía, lo que pensaba, y lo que hacía
Por René Juvenal Bejarano Martínez
Especial para Cananea TV
I.- El buen dirigente enseña y aprende
En estos días de mayo, cuando la luz del sol parece demorarse un poco más sobre los tejados como si quisiera aprender algo de los árboles, han ocurrido dos hechos que me han orillado a escribirte estas palabras: la muerte de Pepe Mujica, el viejo sabio de Uruguay —que gobernó con el corazón en la mano y la humildad como bastón—, y las celebraciones del Día del Maestro, jornada de voces agradecidas que, como campanas en la madrugada, resonaron en mi pecho. Entre mensajes, memorias y evocaciones, me sentí llamado a tomar la pluma —esta vieja aliada del pensamiento— y dirigirme a ti, como quien deja una brújula en la palma de un caminante.

Déjame decirte esto: la actividad política que tú desarrollas, si es noble y verdadera, si no se tuerce por la codicia ni se dobla por la vanidad, es en sí misma una escuela. Más aún: es un aula sin paredes, una universidad de asfalto y viento, donde cada plaza es pizarrón y cada rostro un libro abierto.
Un buen dirigente, como tú aspiras a ser, ha de ser también un buen maestro. Pero no de esos que repiten, sin vida, las lecciones ajenas, sino de los que enseñan con el ejemplo, con el gesto, con el oído atento. Porque en política, como en la docencia, no se educa solo con palabras, sino con presencias. Con silencios que acompañan, con decisiones que enseñan el arte de elegir.
Y a la par, un dirigente auténtico ha de ser también un eterno aprendiz. Aprender del pueblo, de sus modos de hablar y de resistir; aprender del pasado, ese viejo maestro con barba de siglos; aprender incluso del error, esa lección disfrazada de tropiezo.
No hay peor extravío que el del que ya no estudia ni se cuestiona. Quien deja de aprender, deja de liderar; y quien deja de enseñar, deja de inspirar. Porque liderar sin enseñar es mandar sin sentido, y enseñar sin aprender es repetir sin alma.
La política, si la vives con decencia, no es un oficio de ambiciones sino un arte de servicio. Y ese arte se nutre, como el aula viva, de diálogo, de disciplina y de deseo. Diálogo con los otros, disciplina contigo, deseo de transformar sin destruir.
Quisiera que guardes esta primera lección no en la memoria —tan dada a las fugas— sino en el carácter, ese cuaderno invisible que cada día se escribe con actos.
Y si acaso alguna vez dudas, recuerda a Pepe Mujica, que fue alumno de la pobreza, maestro de la renuncia, y sembrador de conciencia. No necesitó palacios para enseñar, ni dinero para conmover. Le bastó ser coherente entre lo que decía, lo que pensaba, y lo que hacía.
Así también tú, haz de la coherencia tu lección más honda.
Y que el aula de la vida, donde tú enseñas y aprendes, no cierre nunca sus puertas al asombro.
II.- La congruencia, esa lección que no se grita
Hay enseñanzas que no se dictan, se encarnan. Hay palabras que no se escriben, se viven. Y hay lecciones que, como las raíces del árbol, se hunden en lo invisible pero sostienen lo visible: así es la congruencia.
Si quieres ser un verdadero maestro —y no un simple repetidor de ideas ajenas—, si anhelas ser un dirigente que encienda antorchas y no sombras, entonces haz de la congruencia tu segunda piel. No la uses como disfraz, úsala como brújula. Porque la política, igual que la docencia, no se mide por lo que se dice en voz alta, sino por lo que se hace cuando nadie escucha.

Piensa en Pepe Mujica, que vivió como pensaba y pensó como vivía. Dormía en su chacra, vestía sin pretensiones, renunciaba al lujo no para simular pobreza, sino porque la riqueza que buscaba no era material. Enseñaba sin pizarrón, gobernaba sin vanagloria. Su vida entera fue un discurso sin estridencias, una metáfora de sencillez, una poesía de la coherencia. Era, en sí mismo, una orden silenciosa.
Tú, que cada día das pasos entre las multitudes y los compromisos, no olvides que hay ojos que no te miran, pero te observan, oídos que no te escuchan, pero te interpretan, almas que no te siguen, pero te leen. Enseñas más con tus gestos que con tus arengas. Si predicas justicia, sé justo. Si hablas de solidaridad, comparte. Si defiendes la verdad, no mientas. Porque una sola incoherencia puede borrar diez discursos bien redactados.
Ahora bien —y escucha esto sin temor—, errar es humano, y tropezar también enseña. No hay biografía que no tenga tachones. La vida no es una línea recta sino una espiral donde a veces se desciende para luego ascender con más fuerza. Si alguna vez fallas —y acaso fallarás— no huyas de tus pasos mal dados. Detente. Corrige. Reconoce. Pide perdón si es necesario. No te enredes en la soberbia del que no se equivoca, porque ese es el peor error.
Pero nunca —y subrayo: nunca— traiciones lo esencial. No traiciones a tus compañeros, ni a tu causa, ni a esa voz interior que es tu conciencia. Porque una traición se convierte en cicatriz del alma, y aunque el tiempo la cure, siempre arderá con la lluvia del recuerdo.
Recuerda esto: hay muchas formas de enseñar, pero la más poderosa es el ejemplo. El ejemplo no necesita micrófono, ni aula, ni escenario. Es una presencia que habla por sí sola, una palabra sin sonido que se graba con tinta indeleble en la vida de los otros.
Por eso, tú que enseñas y lideras, tú que orientas y representas, sé coherente no por obligación sino por convicción. Porque cada acto tuyo puede convertirse en faro o en sombra. Y siembra, con tu hacer, el tipo de sociedad que sueñas con ver florecer.
La congruencia no es perfección: es fidelidad a lo que uno cree, incluso en medio del error.
III. La humildad, esa fuerza que no alardea
Déjame hablarte hoy del valor callado, de la virtud sin aplauso, de la corona invisible que enaltece más que cualquier título: la humildad.
En la vida política —como en el aula— no hay nada que desfigure más que la soberbia, esa máscara altiva que intenta ocultar los miedos del alma. Quien actúa con prepotencia, se aleja del pueblo; quien se endiosa, se aísla. Porque no hay abismo más profundo que el que cava el engreído con su propia lengua. La majadería, la arrogancia, el tono áspero del que cree saberlo todo, son venenos lentos que matan la confianza y agrietan el respeto.
En cambio, la humildad es la fuente limpia donde los demás se atreven a beber. Ser sencillo no es ser débil; ser cortés no es ser servil. Por el contrario: sólo quienes son grandes de verdad pueden inclinarse sin romperse. Sólo quienes tienen el alma alta pueden mirar a los ojos de todos, sin mirar por encima.
Tú, que enseñas y diriges, trata siempre con amabilidad a quienes te escuchan. A tus compañeros, a los alumnos de la vida, a los vecinos, a los militantes y a los escépticos. Habla con comedimiento. Camina sin empujar. No humilles, ni siquiera al que se equivoca. Porque la pedagogía del respeto es la única que perdura.
No mientas. No prometas lo que sabes que no puedes cumplir. Sé diligente con los compromisos, pero, sobre todo, sé sincero. La gente —como los alumnos— distingue bien al farsante del maestro genuino, al político de la plaza del político de escritorio. La verdad, aunque duela, dignifica más que la mentira que adormece. Y en el aula del pueblo, no se enseña con discursos, se enseña con gestos.
Mira a Pepe Mujica, otra vez, y otra vez aprende. Vivió con austeridad no por cálculo político, sino por coherencia profunda. No se rebajaba: se elevaba al nivel del pueblo. No necesitó palacios ni guardaespaldas de corbata para hacerse respetar. Bastaba su palabra franca, su manera de sentarse en cualquier banquito, de escuchar con paciencia campesina, de responder con sabiduría sin adornos. Él quería a su gente, y su gente lo quería a él, porque nunca los miró desde arriba. Era uno más, y en eso radicaba su grandeza.
La humildad no se improvisa: se cultiva. Se aprende del silencio, del error, de la escucha. Se fortalece con la experiencia y se pule con la autocrítica.
Y si un día la tentación de la soberbia toca a tu puerta —como suele hacerlo en los pasillos del poder—, recuerda esto: cada vez que te creas superior a alguien, te estarás volviendo inferior a ti mismo.
Enseña, pues, con humildad. Lidera con sencillez. Y sobre todo, no olvides que el respeto se conquista no alzando la voz, sino bajando el ego.
Porque en política, como en la docencia, la verdadera autoridad no se impone: se inspira.
IV. La hybris, esa enfermedad que ciega el alma
Ahora permíteme hablarte de un mal que no se ve al espejo pero que devora por dentro; una fiebre silenciosa que ha derrumbado imperios, que ha ennegrecido biografías brillantes y que acecha —como sombra traicionera— a quienes alcanzan el poder: me refiero a la hybris, esa enfermedad del alma que Roger Hansen nombró con lucidez en su libro “La enfermedad del poder”.

La hybris —palabra griega que significa desmesura, arrogancia desafiante— es más antigua que los partidos y más peligrosa que cualquier enemigo externo. Es esa inflación del yo que transforma a un dirigente en dictador de sí mismo; esa ceguera altiva que lleva a creer que ya no se necesita aprender, ni escuchar, ni rectificar; esa soberbia sutil que convierte la función en trono, y el servicio en privilegio.
Quien padece hybris no lo sabe al principio. Comienza como una sensación de certeza perpetua, un cosquilleo de infalibilidad. Se empieza por no escuchar críticas, se sigue descalificando al compañero, y se termina despreciando al pueblo mismo, como si no fuera digno de sus propias decisiones. Y en ese delirio, la política se degrada a monólogo, y el dirigente, a sombra de lo que fue.
Por eso, te lo digo sin rodeos: no permitas nunca que la vanidad te corte las alas del juicio. No dejes que el cargo te robe el carácter. Que no te seduzca la miel del aplauso fácil ni te endurezca la piel el temor a perder el poder. Recuerda que el poder, cuando es auténtico, es préstamo, no patrimonio; es responsabilidad, no botín.
Mira, una vez más, a Pepe Mujica. Gobernó como quien no necesita demostrar nada, y por eso mismo, convencía. Nunca se creyó más que nadie, y por eso llegó a ser tanto para tantos. Se cuidó de no enfermarse de sí mismo, y prefirió seguir siendo el hombre que se quitaba los zapatos de trabajo para descansar en una silla de plástico bajo un árbol. Sabía que el verdadero liderazgo no está en lo que se impone, sino en lo que se irradia. Y que la cura contra la hybris es el contacto permanente con la gente, con sus dolores, sus carencias y su sabiduría.
Tú que enseñas, tú que diriges, debes saberlo bien: no hay peor maestro que el que se cree dueño de la verdad; no hay peor político que el que ya no se permite dudar. El dogma enceguece, el ego ensordece. Y cuando eso sucede, el dirigente se convierte en rehén de su propio retrato.
Si alguna vez sientes que ya no necesitas aprender, haz una pausa. Si te crees superior a quienes te rodean, baja del pedestal y camina descalzo un día por las calles donde antes pediste el voto. Visita al viejo compañero que ya nadie escucha. Habla con los que disienten. Y, sobre todo, escúchate por dentro, para que el poder no te silencie la conciencia.
Porque el verdadero maestro no enseña para imponerse, sino para liberarse; y el verdadero líder no manda para engrandecerse, sino para servir.
V. El poder: espejo del alma o máscara del ego
Hay palabras que parecen contradictorias, pero en su hondura se abrazan. Así ocurre con estas dos afirmaciones que, aunque parezcan opuestas, se complementan como el día y la noche en su mutua necesidad.
Andrés Manuel López Obrador, con su estilo de advertencia sobria, ha dicho con razón: “el poder a los inteligentes los atonta y a los tontos los enloquece”. Y por su parte, Pepe Mujica, con la serenidad de quien ha visto de cerca al poder y ha sobrevivido a su hechizo, solía repetir: “el poder no transforma a la gente, la muestra tal cual es”.

No hay contradicción, créeme. Ambas sentencias desnudan la verdad: el poder es una lámpara que alumbra el rostro verdadero, pero también puede ser una droga que enturbia la razón. Lo importante, lo esencial, es cómo se ejerce ese poder, y desde dónde se ejerce: si desde el ego o desde el encargo; si para mandar o para servir.
Tú, que enseñas y diriges, que tienes voz en asambleas, tribunas o aulas, debes tenerlo claro: el poder que te ha sido conferido no es para brillar, es para funcionar. No es para inflarte, sino para influir. No es para dominar, sino para orientar.
Un maestro de escuela tiene poder: influye en las ideas, en la autoestima y en el futuro de sus alumnos. Un directivo, un inspector, un funcionario, un juez, un legislador… todos tienen la facultad de torcer o enderezar, de encender o apagar, de elevar o hundir. Por eso, el poder no debe ejercerse como cetro, sino como herramienta. No es para exhibir, sino para construir.
El problema no es el poder: es la forma en que se lo sostiene. Hay quienes lo llevan como cruz y otros como corona. Están los que se transforman en déspotas desde la silla más modesta y los que, aun en los más altos cargos, siguen hablando con la misma voz que tenían cuando eran alumnos, obreros o vecinos de a pie.
Muchos maestros sindicales que cayeron en el pantano del “charrismo” confundieron el mandato con el capricho, la representación con la propiedad, la dirigencia con el dominio. Se les olvidó que el poder se ejerce por encargo, no por derecho divino. Se extraviaron en la alfombra roja del oportunismo y se olvidaron del pizarrón, de la tiza, del aula, del origen. Se enloquecieron —como advertía López Obrador— no porque fueran sabios, sino porque el ego los hizo sordos y la soberbia, ciegos.
En cambio, Mujica enseñó que se puede tener poder sin necesidad de prepotencia. Lo usó como quien maneja una herramienta de labranza: con firmeza y humildad. No necesitó privilegios, no pidió reverencias. Nunca fue menos por ser sencillo; al contrario: su grandeza nació de su cercanía. Respetó al pueblo porque venía del pueblo, y el pueblo, con la lucidez que da el corazón, supo respetarlo de vuelta.
Recuerda: tener poder no es tener permiso para abusar, sino tener una doble responsabilidad. No pierdas nunca la estabilidad emocional. Que el poder no te saque de ti. No te olvides de quién eras antes del cargo. No permitas que te aplaudan lo que no haces ni que te teman por lo que podrías hacer.
Y nunca olvides que el poder verdadero no proviene de un nombramiento, sino de la confianza de quienes te escuchan y te siguen. Si el pueblo —ese maestro colectivo y paciente— te cree, entonces te da poder. Si le fallas, te lo quita sin necesidad de elecciones.
Porque el poder no se hereda ni se impone: se honra, y se renueva cada día con actos de dignidad.
VI. Comunicar: sembrar palabras que germinen en conciencia
Si has de enseñar, si has de guiar, si has de inspirar, antes que nada, debes aprender a comunicar. Porque comunicar no es hablar mucho, ni hablar fuerte. Comunicar es hacer común una idea, compartirla como quien parte el pan entre hermanos, sin quedarse con la mejor rebanada ni esconder la miga. Comunicar es tender un puente entre tu pensamiento y el alma del otro, sin adornos que lo quiebren ni palabras huecas que lo debiliten.
Tú, que enseñas y diriges, debes ser claro como río que no esconde su cauce, y profundo como lago que refleja el cielo sin dejar de ser hondo. Habla con palabras que iluminen, no con brumas que confundan. Usa la pedagogía como linterna, y la didáctica como sendero. Aprende del maestro que explica, no del que recita. Aprende del dirigente que escucha, no del que declama.
Un buen maestro no impresiona: aclara. No pontifica: orienta. Tiene la voz firme y el oído atento. Transmite conocimientos, sí, pero también despierta preguntas. Enseña a aprender, no a repetir. Explica con ejemplos tomados de la vida, no con frases arrancadas a libros muertos. Y sabe que su misión no es decir la última palabra, sino encender la primera chispa de una búsqueda.
Así también ha de ser el dirigente que se respeta: no predicador de consignas vacías, sino sembrador de ideas fértiles. No hábil en la retórica por la retórica misma, sino hábil en tocar corazones para que broten pensamientos. No se trata de impresionar con discursos como fuegos artificiales que suben brillando y caen en ceniza; se trata de conmover para convencer, de ser veraz para ser creíble, de hablar con el pueblo y no desde arriba del pueblo.

Pepe Mujica, una vez más, lo supo hacer. Decía poco, pero decía justo. Elegía las palabras como quien escoge semillas: no las más vistosas, sino las que dan fruto. Su voz, rasposa y sencilla, no buscaba reflectores —esas hogueras modernas de la vanidad— sino resonar en la conciencia de los más humildes. No hablaba para lucirse, sino para servir. Y por eso su palabra perdura: porque estaba tejida de verdad.
Tú también debes cuidar lo que dices. No repitas fórmulas gastadas. No embeleses con frases hechas que ya no mueven ni un párpado. Que tu lenguaje sea directo, sin dejar de ser profundo. Que tu palabra sea semilla y no eslogan; eco que crece, no ruido que se desvanece.
Recuerda que quien enseña, siembra. Y quien dirige, también. Por eso tus palabras deben ir cargadas de propósito, no de vanidad; de intención, no de alarde. Que cada frase tuya pueda ser una lámpara, un ladrillo, un surco, una brújula. Que lo que digas, inspire a pensar y no a repetir; a dialogar y no a obedecer ciegamente.
Porque comunicar, en su sentido más alto, no es adornar lo que se piensa, sino entregar lo que se cree. Y quien sabe hacerlo, siembra en la mente de los otros no solo certezas, sino dudas que iluminan el camino.
VII. La autenticidad: esa verdad que no necesita disfraz
Ser auténtico es ser fiel a lo que uno es, sin maquillaje de ocasión ni atuendo prestado. Es vivir con la cara descubierta, aunque el viento sea áspero; es hablar con la voz propia, aunque no esté de moda; es caminar con el paso que uno tiene, sin imitar el trote ajeno. Ser auténtico, en pocas palabras, es habitarse con dignidad.
En la vida —y más aún en la política— es frecuente ver el desfile de disfraces. Hay quienes se visten de humildes sin haber conocido el hambre, y quienes usan trajes de pueblo sin saber qué es vivir sin techo. Hay oradores de voz impostada, caminantes de pasarela, simuladores de causas que nunca han sentido en la carne. Se fabrican discursos como si fueran trajes a la medida, según el público al que se enfrentan. Y en ese carnaval permanente, las máscaras son muchas, pero los rostros verdaderos escasean.

El disfraz en política no es solo indumentaria: es actitud, es impostura, es mentira. Es fingir una vida que no se ha vivido, un origen que no se tiene, una virtud que no se practica. Pero el disfraz, como todo lo falso, se deshilacha con el tiempo. La autenticidad, en cambio, se fortalece con los años, como el árbol que no se dobla porque ha echado raíces profundas.
Quien se disfraza puede engañar por un tiempo. Puede embelesar al incauto, seducir al distraído, convencer al ingenuo. Pero tarde o temprano, el caparazón se resquebraja. El personaje se convierte en caricatura. Y entonces lo que parecía sobriedad se vuelve patraña, y lo que buscaba respeto, cosecha ridiculez.
¿De qué serviría que todos los líderes ahora aparecieran manejando un viejo escarabajo de la Volkswagen, como símbolo de sencillez? Nadie lo creería. Sería un disfraz a destiempo, un intento torpe de parecer lo que no se es. Y la gente —esa sabia maestra colectiva— no tolera la simulación por mucho tiempo. Percibe lo falso como quien huele la humedad detrás de una pared recién pintada.
En cambio, un buen docente enseña con su sola presencia la lección de la autenticidad. No pretende ser quien no es. No disfraza su tono, ni adopta modismos ajenos. No enseña a cambiar de color para agradar, ni a renegar del origen para ascender. Enseña que la identidad es riqueza, que el respeto se gana desde la verdad, y que cada quien tiene un timbre propio que no debe silenciar.
Pepe Mujica lo entendió bien. Nunca se disfrazó de lo que no era. No necesitó fingir pobreza porque vivía con lo necesario. No adoptó palabras forzadas, ni usó pañuelos folclóricos para parecer más pueblo. Su autenticidad no era una estrategia: era su modo de ser. Por eso le creían. Porque era como hablaba, hablaba como pensaba y pensaba como vivía.
Lo contrario ocurrió con aquella candidata que cayó en desgracia por inventarse una historia ajena: se vistió de indígena sin serlo, se atribuyó orígenes que no tenía, conocimientos que no dominaba, idiomas que no hablaba. Al final, su careta se cayó, y con ella, la confianza. Porque lo falso, tarde o temprano, se revela. Y cuando eso sucede, no hay discurso que cure la herida del desencanto.
Recuerda esto siempre: lo auténtico, sea lo que sea, genera confianza. Puede no gustar a todos, pero convence a quienes importa. Y en un mundo donde tantos imitan, quien es fiel a sí mismo se vuelve faro.
Porque en la vida, como en la enseñanza y en la política, no se trata de parecer… sino de ser.
VIII. El humanismo: vivir con la dignidad de lo humano y el respeto por la vida toda
Nada humano me es ajeno, escribió Terencio, el poeta latino, como un precepto que sigue resonando siglos después, cuando la humanidad corre y se extravía entre avances técnicos y retrocesos éticos. Esa frase, sencilla y profunda como una raíz antigua, encierra la esencia del humanismo: la conciencia de que la vida no es sólo propia, sino compartida; de que el dolor ajeno duele y la dicha común nos redime.
Ser humanista no es un lujo filosófico, es una necesidad urgente. Y tú, que enseñas y diriges, debes saberlo: no se puede ser buen maestro sin ser humanista, ni se puede ser un verdadero dirigente sin tener un profundo respeto por la dignidad de los otros, incluso de los que no piensan como tú, incluso de los que aún no han nacido.
Un buen docente no solo transmite datos: enseña el valor del otro, despierta la empatía, revela la maravilla de la vida en todas sus formas. ¿Acaso no es mágico cuando un niño observa cómo una semilla de frijol, dormida en algodón húmedo, estalla en vida y se abre paso hacia la luz? Allí, en ese instante mínimo, se enciende una chispa de conciencia ecológica, de respeto al ciclo vital. Así también, un dirigente que merece ser seguido debe procurar las condiciones para que esa semilla germine no solo en el aula, sino en el mundo: garantizar un planeta habitable, una vida sana, una sociedad en la que no se hipoteque el futuro por la voracidad del presente.
Ser humanista es entender que el derecho al buen vivir no se limita al consumo, sino que abarca la salud del cuerpo y del alma, la paz del espíritu, la armonía con el entorno, el respeto a los otros seres sintientes que comparten este planeta con nosotros. Es luchar contra la contaminación, defender el agua como derecho y no como mercancía, evitar el derroche y la destrucción. Porque no se puede hablar de justicia si el aire no se puede respirar, si el río ya no canta, si el bosque es apenas un recuerdo.
Pepe Mujica, y su compañera de vida Lucía Topolanski, vivían esa convicción. No necesitaban proclamarla a gritos. Su modo de vivir —austero, sereno, ecológico— era en sí un manifiesto silencioso. Amaban a la madre tierra como se ama a una madre verdadera: sin explotación, sin indiferencia. Y en su casa convivía con ellos una perra de tres patas, a la que cuidaban como a una hermana herida, como símbolo de que la ternura no debe reservarse solo a lo útil o perfecto, sino a lo vulnerable y lo excluido.
Ese es el humanismo que vale: el que se practica, no el que se declama. El que se expresa en la forma de mirar, de saludar, de enseñar, de legislar, de gobernar.
Tú también, si quieres enseñar con el ejemplo y dirigir con conciencia, has de abrazar ese humanismo activo, sin solemnidades vacías. Sé sensible al sufrimiento de los otros. Defiende la vida, la humana y la no humana. Respeta al alumno, al compañero, al migrante, al anciano, al animal abandonado, al árbol que da sombra sin pedir nada.
Porque nada humano —ni viviente— nos puede ser ajeno si queremos que esta casa común, este planeta que heredamos y debemos legar, siga siendo un lugar habitable para todos.
Y si alguna vez dudas del camino, mira una semilla brotar, una perra coja jugar, un niño asombrarse… allí está la lección.
IX. El consumismo: la trampa dorada que vacía la vida
“Prefiero poner riquezas en mi entendimiento que mi entendimiento en las riquezas”, escribió Sor Juana con su pluma afilada y su mente luminosa, dejando grabado en un solo retruécano el dilema eterno entre el ser y el tener, entre lo que somos y lo que compramos para aparentar ser.

Tú, que enseñas y diriges, no puedes olvidar esta lección escrita hace siglos, pero más vigente que nunca en estos tiempos de vitrinas virtuales, de anuncios que gritan, de tarjetas que prometen y de deseos que no son nuestros, pero que consumimos como si lo fueran. La sociedad del consumo nos quiere convencer de que vivir consiste en comprar y que quien no compra, no existe. Pero lo cierto es que muchas veces no compramos por necesidad, sino por costumbre. No adquirimos lo que nos hace falta, sino lo que la publicidad nos hace creer indispensable.
Y mientras más compramos, más nos falta. Porque el vacío que busca llenarse con objetos es un vacío del alma.
Pepe Mujica lo decía con esa claridad que duele: “Nos pasamos la vida trabajando para conseguir dinero con el que compramos cosas que no necesitamos, y al final, hipotecamos el tiempo de vivir”. Y lo decía sin rabia, pero con la tristeza serena de quien ha visto cómo se nos escurre la existencia entre bolsas de plástico, envoltorios brillantes y objetos desechables.
Un maestro de verdad —y también un dirigente consciente— no promueve el consumo por el consumo. Enseña a distinguir entre necesidad y capricho, entre lo esencial y lo accesorio. Habla de la importancia de alimentarse bien, no de tragar productos que la industria llama comida pero que enferman el cuerpo y adormecen la mente. Previene a sus alumnos contra la trampa de la moda instantánea, de los aparatos sin alma, de los objetos que prometen estatus, pero roban libertad.
Porque consumir sin conciencia no es inocuo: terminamos consumiendo nuestra propia vida. Y así como devoramos comida chatarra, también nos tragamos emociones falsas, vínculos de cartón, sonrisas empaquetadas. Perdemos el tiempo persiguiendo cosas que no necesitamos y olvidamos mirar a los ojos, caminar sin prisa, contemplar el cielo, reír con alguien sin pagar por ello.
No es pecado consumir. Lo que nos envenena es hacerlo sin reflexión. Lo que nos atrapa es creer que más es mejor, que nuevo es superior, que caro es sinónimo de valioso. Nos convertimos en engranes de un mecanismo que solo funciona si seguimos girando sin preguntar, sin detenernos a pensar qué es realmente el bienestar.
Porque de eso se trata al final: de construir una sociedad basada en el bienestar, no en la acumulación. Una vida buena no es una vida llena de cosas, sino una vida plena de sentido. Una existencia serena, donde el deseo no nos arrastre, sino que lo guiemos. Donde aprendamos a valorar también lo intangible: el silencio, el afecto, la amistad, la ternura, el conocimiento, la introspección.
Tú tienes la responsabilidad de guiar por ese sendero. De enseñar que no todo se compra, que no todo se mide en dinero. De defender la belleza de lo simple, el valor de lo duradero, la alegría de lo compartido.
Porque la vida no se hizo para consumir, sino para crear, para descubrir, para amar. Y el verdadero bienestar no se mide en lo que posees, sino en lo que eres capaz de vivir.
X. La resiliencia: la fuerza invisible que sostiene la vida
Resiliencia. Palabra suave y firme a la vez, como el junco que se dobla, pero no se rompe, como el corazón que ha sido herido, pero sigue latiendo. Resiliencia es la capacidad de resistir sin endurecerse, de caer sin quedarse abajo, de ser golpeado por la adversidad y, aun así, no dejarse arrastrar por el odio ni el abatimiento.
Tú, que enseñas y diriges, debes conocer y cultivar esa virtud profunda. Porque un buen maestro, al igual que un buen dirigente, no se mide sólo por sus éxitos visibles, sino por su temple en los momentos oscuros, por su entereza cuando todo parece perdido, por su fidelidad cuando otros abandonan, por su capacidad de levantarse cuando lo han derribado.
La resiliencia no es resignación. Es resistencia con sentido. Es la capacidad de reconstruirse sin renegar del pasado, de mantener la visión firme sin ceder al cinismo, de caminar incluso cuando las piernas tiemblan. Y es también una lección que debe ser enseñada: enseñar a resistir, a no quebrarse por dentro, a mantener la mirada elevada aun entre ruinas, a no renunciar a los principios ni a las personas en las que se ha depositado confianza.
El dirigente y el maestro deben mostrar, más con hechos que con palabras, que la vida también se alimenta del dolor transformado en fuerza, del fracaso vuelto enseñanza, de la traición convertida en fidelidad consigo mismo. Enseñar que se puede seguir, aunque se haya caído; que se puede creer, aunque se haya sido traicionado; que se puede amar, aunque se haya sido herido.
Y, sobre todo, enseñar que no hay que odiar. El odio es un pozo negro que envenena el alma, una cárcel sin barrotes donde uno mismo se encierra. La ingratitud lastima, sí, pero no debe convertirnos en ingratos. La calumnia duele, pero no debe volvernos crueles. La injusticia indigna, pero no debe deformarnos el rostro. Un espíritu generoso no busca venganza: procura justicia. No acumula resentimientos: cultiva memoria. Porque la gratitud verdadera es la memoria del corazón.
Hay que ser fuertes, pero no duros. Hay que ser tenaces, persistentes, disciplinados, capaces de trabajar con otros, de reconocer el valor de los demás, de hacer equipo con quienes caminan con honestidad. La resiliencia también es solidaridad: el que se levanta, puede tender la mano al que aún está en el suelo.
Pepe Mujica fue ejemplo de esa resiliencia sin alarde. Pasó más de una década preso, muchos años en condiciones inhumanas, torturado, aislado, arrancado del tiempo. Y, sin embargo, cuando salió, no lo hizo con odio en la voz ni venganza en la mirada. Nunca lo escuchamos predicar la violencia, ni lo vimos propagar rencores. Eligió la paz, eligió la siembra, eligió el diálogo. Porque sabía que la vida es demasiado breve para gastarla en devolver golpes. Porque sabía que el alma que odia, pierde el rumbo.
Tú también puedes elegir ese camino. El de la resiliencia serena. El de la fuerza que no grita. El de la esperanza que no cede. Porque la vida, al final, no es una línea recta, sino una travesía de curvas, de tempestades y de amaneceres. Y sólo los que saben resistir con nobleza logran llegar con el corazón intacto.
Que no te venza el rencor. Que no te quiebre el dolor. Que no te ciegue la ira. Sé resiliente: firme sin dureza, leal sin fanatismo, generoso sin cálculo. Y así, con esa luz discreta, enseñarás más que mil discursos.
CDMX 15 de Mayo 2025